A los dos meses de dar a luz me apunté a clases de gimnasia postparto y masaje para bebés en un centro que encontró Pantuflo de casualidad. Leí un poco sobre el sitio y no estaba muy convencida de si aquello era para mí, pero no perdía nada por probar. Era un sitio donde todas las mamás llevaban a sus bebés en fular, practicaban la lactancia prolongada, el colecho, el parto natural (algunas incluso en casa) y hablaban de un tal Carlos González como si de un profeta se tratase. En resumen, practicaban lo que más tarde supe que se llama «crianza natural» o «crianza con apego». Y yo no podía sentirme más acomplejada, porque la llegada de mis hijos al mundo estaba bastante alejada de la naturaleza. Y encima, como todas íbamos con nuestros bebés (yo sólo llevaba a uno, iba turnándolos) ellas amamantaban a los suyos durante la clase y yo el primer día saqué el biberón sintiendo que tenía en mis manos sangre de Satanás.
Pensé que me mirarían mal, o peor aún, con lástima por no ser tan anegada y buena madre como ellas. Me equivoqué.
Nada más lejos, todas me acogieron igual que a las demás, comprendieron mi frustración, se sobrecogieron con la historia de mi parto y nadie cuestionó ni me preguntó por la alimentación de mis bebés. En definitiva, me sentí muy arropada y disfruté mucho de aquellos ratos que pasábamos allí, donde lo que más hacíamos era hablar y compartir, y la gimnasia era algo anecdótico porque casi nunca nos daba tiempo a hacer más que tres ejercicios. Comprendí que todas éramos madres inseguras, ninguna se creía mejor que otra, y cada una tenía su estilo y sus diferentes puntos de vista. En definitiva, todas atravesábamos (nosotras y nuestros bebés) los mismos problemas y situaciones, independientemente de dónde durmieran los peques o lo que comieran.
Sin embargo, no me quedé tranquila y empecé a leer al tal Carlos González… Y una cosa llevó a la otra…
Y se ve que no tengo término medio, porque me empezó a entrar una fiebre naturófila preocupante. Ya que no había podido dar a mis bebés lo más natural, que es la leche materna, cuando empezamos a introducir la alimentación complementaria necesitaba sentir que estaba dándoles lo más sano de lo sano. Y así fue como nuestra nevera y despensa se llenaron de productos ecológicos. Y Pantuflo empezó a preocuparse seriamente por mí estabilidad emocional. Que está muy bien mirar lo que comes, pero las obsesiones no son buenas nunca.
Como colofón a mi ecochifladura, me apunté a un curso de nutrición infantil en la línea. Me costó 100 euros, cuatro clases de tres horas cada una. Hice encaje de bolillos para poder ir. Y bueno, no fue lo que esperaba… El contenido que suponía iba a recibir se podría haber concentrado perfectamente en una hora, y el resto consistió, simplificando mucho, en un discurso contra la comida basura, la CocaCola y el capitalismo.
De primeras pensé que había sido una pérdida de tiempo y de dinero, pero más adelante descubrí que fue la cura de todos mis males neuróticos, me costó 100 euros, pero me abrió los ojos.
Todo es un negocio que se nutre de nuestras inseguridades, desde las multinacionales de alimentación infantil que todos conocemos y que controlan mucha de la información que recibimos los padres, hasta la persona que impartía este curso y nos decía que no nos fiáramos de las marcas «comerciales» y las grandes empresas, mientras tenía en el mismo sitio su propia tienda con los productos que promocionaba en su curso (cosa prescindible porque se venden en cualquier tienda de productos ecológicos que abundan en mi ciudad)..
Tras aquel choque de realidad me fui relajando y asumiendo que mis hijos nunca van a criarse con los huevos, la leche y las verduras de la abuela como tuve la suerte de criarme yo, en un pueblo, respirando aire puro, con la puerta abierta de par en par 12 horas al día y corriendo a mi antojo sin pisar un parque infantil.
También asumí que no todo está en nuestra manos, que no existe un modo de criar a nuestros hijos que nos garantice su equilibrio y salud emocional. Y sobre todo, que ni puedo ni debo exigirme más de lo que puedo dar. Solo me llevará a frustrarme.
Es imposible vivir en una ciudad con las ventajas de vivir en el campo (y viceversa). Como también es imposible tener un «estilo de crianza» único, definido y estandarizado. Tomamos notas de aquí y allá y hacemos lo que buenamente podemos… A mí me habría encantado dar a luz sin epidural (no hablemos ya de la cesárea), y amamantar 12 o 24 meses, pero nos tuvimos que conformar con dos semanas y el resto se criaron con leche artificial. Disfrutaba porteando a mis bebés en mochilas ergonómicas, pero el colecho no nos resultaba nada cómodo. Establecimos (y aún conservamos) unas rutinas estrictas que nos salvaron la vida y el matrimonio y los niños con cuatro meses se mudaron a su cuarto porque las minicunas se habían quedado pequeñas y no cabían las cunas grandes en nuestra habitación. No me gusta levantar la voz (¿realmente a alguien le gusta?) ni creo que las nalgadas sirvan para algo (aunque un mal día -a la semana- lo tiene cualquiera)… ¿Cómo se llama mi «estilo de crianza»? Y si estás leyendo esto tendrás cosas en común conmigo y otras totalmente opuestas… Y todos lo hacemos bien.
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