Si nuestros hijos hubiesen venido de uno en uno, creo que con el primero no habríamos tenido ninguna duda en enviarlo a la guardería una vez terminados los permisos de maternidad, vacaciones, y demás historias que arañas e intentas acumular para alargar lo más posible la dedicación exclusiva al bebé. Sin embargo, con dos bebés de la misma edad, la alternativa de dejarlos en casa al cuidado de alguien no nos pareció descabellada, económicamente hablando.

En este cuadro reflejo las ventajas e inconvenientes prácticos que le encuentro a ambas opciones*:

 (*No he incluído las tan traídas «ventajas» de la guardería/escuela infantil de socialización con otros niños, inmunización frente a virus y autonomía e independencia,  sigo sin ver claro que todo esto sea necesario para los niños tan pequeñitos…)

Nosotros en un principio optamos por dejarlos en casa. Tuvimos la inmensa suerte de dar con M, que venía de cuidar otros mellizos, muy buena gente, cariñosa, enérgica y trabajadora.

Estábamos encantados con la decisión tomada y no teníamos ninguna intención de escolarizar a los niños antes de los tres años. Fueron pasando los meses, y cuando cumplieron dieciocho, donde antes sólo veía ventajas en tenerlos en casa, empecé a estar incómoda con la situación. Los niños rebosaban energía y no les daba el día para quemar toda la que acumulaban. Además estaban empezando a aprender muchas cosas, a descubrir el mundo a su alrededor e interactuar entre ellos y con otros niños, y la casa se les quedaba pequeña. Veían demasiado tiempo la televisión. Empezaron a pelearse, volvieron a utilizar mucho el chupete (cuando apenas lo utilizaban ya nada más que para dormir). También me preocupaba M, aunque ella no daba signos de agotamiento (todo lo contrario), me ponía en su lugar y me agobiaba imaginarla 8 horas al día completamente sola con los dos torbellinos. Ella los bajaba al parque de la urbanización un ratito por las mañanas (no todos los días), pero a ellos se les quedaba corto. Y yo cuando llegaba de trabajar tenía que bajarlos también, sin excepción, porque se sentían encerrados en casa. Aparte de que, cuando uno enfermaba, los dos se quedaban en casa porque obviamente una sola persona no puede dividirse en dos. Y como primero caía uno y después el otro, al final se tiraban la semana entera sin salir de casa. Fue entonces cuando empecé a plantearme la posibilidad de matricular a los niños en una escuela infantil. Justo antes del verano tomamos la decisión en firme y reservamos plaza para septiembre.

No busqué mucho, sólo visité un par de sitios. Uno me resultó un espanto (no sé si es normal, pero en la clase de dos años tenían una televisión encendida con el canal Clan puesto. Desde luego, para ver la televisión mejor los dejaba en casa). Y el otro me pareció un lugar mágico, me encantó nada más entrar, una casa muy grande, abierta, con mucha luz, y lo que más me gustó, se veía realmente felices a todas las profesoras y personal que trabajaba allí, así que me decidí sin dudar por este último y no busqué más.


LA ADAPTACIÓN (de los niños y los padres)

Los niños empezaron a ir con 25 meses.

La adaptación no me resultó tan tremenda como esperaba. Al fin y al cabo, los niños ya estaban acostumbrados a separarse a diario de papá y mamá, ahora tenían que hacerse a un sitio nuevo. Más allá del dramón del primer día (mi madre y yo nos contuvimos como pudimos y al salir por la puerta nos echamos a llorar), la sensación de abandono me duró poco. Me gustaba tanto el sitio que los llevaba feliz, convencida de que era un lugar al que a mí misma me habría encantado ir de pequeña.

Sobre cómo se adaptaron ellos… Como en todo, cada uno lo llevó de forma muy diferente:

– El primer día Zipi entró corriendo en su clase, a inspeccionarlo todo. No derramó ni una lágrima cuando lo dejé. Los dos días siguientes días sí lloró un poco pero a partir de la segunda semana, no lloraba nunca, al contrario, nada más ver a la seño y los demás niños se echaba a reír. Y sin embargo, empezó a desarrollar un comportamiento agresivo, hacia otros peques de la clase, y hacia nosotros y su hermano. Pegaba, mordía, tiraba de los pelos. Era su forma de sacar la tensión que le provocaba la adaptación. Este comportamiento le duró unas semanas, y, una vez superado, dio paso a un niño nuevo, más maduro. No sé si habrá tenido que ver la guardería o que ya haya pasado la crisis de los «terribles dos» a pesar de que aún le quedan unos cuantos meses para llegar a los tres;

Zape, sin embargo, ya entró llorando el primer día, y a partir de ahí lo hacía sin excepción todos los días. El primer día se agarró una llantina tan grande que se vomitó encima. Se tiró ¡un mes entero! llorando todos los días cuando lo dejábamos. Según me contaba su seño, se le pasaba nada más dejarlo, pero el espectáculo a primera hora era una constante. De repente un día dejó de llorar, y desde entonces entra todos los días muy feliz. Está enamorado de su seño, es verla y se le ilumina la cara. Y de hecho, el muy pillín, se porta mucho mejor en el cole que en casa.


¿JUNTOS O SEPARADOS?

El centro es una escuela bastante grande, y para la edad de dos años hay cuatro grupos, así que la primera decisión que tuvimos que tomar era ponerlos en la misma o distintas clases. Allí nos sugirieron separarlos, pero yo no lo tenía muy claro, después de todo lo que había leído sobre el tema, que fuera bueno separarlos tan pequeñitos. Y además, decidiéramos lo que decidiéramos, no cabía arrepentimiento, tenían que permanecer así todo el curso. Tras darle muchas vueltas, teniendo en cuenta el carácter de los niños, creímos oportuno poner pared de por medio. Están en clases contiguas, comparten baño, comedor, patio… Así que sólo están separados los ratos de realizar actividades.

Estamos muy contentos con la decisión, porque en nuestro caso ha funcionado muy bien. Los niños se llevan mejor que nunca, apenas se pelean (aunque una gresca diaria la hay) y juegan muchísimo juntos en casa, se hacen gracietas todo el rato y se ríen uno con otro, comparten mucho y respetan sus turnos… En fin, que da gusto verlos… Pero creo que esto ha funcionado para mis hijos porque son un (dis)par muy especial, tanto tanto, que las seños nos comentaban sorprendidas que los primeros días de la adaptación, cuando llevaban a Zape llorando para la clase de Zipi ¡no se hacían ni caso! Y aún a día de hoy me cuentan incrédulas que cuando salen al recreo, después de haber estado separados cada uno en su clase, se ignoran por completo y nunca juegan juntos. Y sin embargo, en casa no se separan…

LOS TEMIDOS VIRUSSSSSS

Y bueno, sobre los virus… Lo voy a decir con la boca muy chiquitita, pero la verdad es que, de momento, no se han puesto malos más que un par de veces en cuatro meses… Es decir, lo mismo que se habrían enfermado si hubieran seguido en casa… Pero lo he dicho con la boca pequeñita pequeñita pequeñita, y cruzando los dedos, no vaya a ser…

Tres años después, edito: ¡¡lo de los virus fue un horror!! Fue volver después de Navidades, y caer en una espiral infernal, en la que rara era la semana que no caía enfermo uno de los dos. Pasaron de todo: oídos, garganta, gastroenteritis, exantemas… Y uno el doble (o triple) de veces que el otro… Pero todo pasó, y nuestro balance con respecto a ese curso sigue siendo muy positivo.

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Asturiana, habladora compulsiva, culo inquieto, Licenciada en un par de cosillas y madre de 3 + 3. Los tres primeros son ? ? ? del cielo y los tres siguientes (los mellizos Zipi y Zape y el pequeño Tamagochi), afortunadamente nos dan mucha lata. No soy superwoman, trabajo en equipo con mi Pantuflo. Nadie dijo que fuera fácil... pero ¿y lo bien que lo pasamos?

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